Frases de la película El amante (L’amant)
Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los 18 años, ya era tarde. A los 18 años, envejecí. Fue un envejecer brutal. Vi cómo cubría mis rasgos uno por uno. En vez de asustarme vi envejecer mi rostro con el mismo interés que habría producido en mí la lectura de un libro. He conservado ese rostro. Mantiene sus contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido.
Llevo mis zapatos de cabaret y un sombrero de hombre. Ninguna mujer lleva un sombrero de hombre en esa colonia, en esos días. Tampoco ninguna indígena. Ese sombrero Siempre lo llevo. Tengo eso, ese sombrero que por sí solo me completa. Nunca lo dejo.
Me gusta su sombrero. Es original. Un sombrero de hombre. Es bonita. Puede permitírselo todo.
- 17 años. ¿Y Ud.?
- 32. Y no tengo trabajo.
- Y es chino además.
- ¡Además! Sí. ¡Qué guapa se pone al decir eso!Recordemos este dicho: Para ser limpio no hace falta ser rico.
Hélène es impúdica. No se da cuenta. Anda desnuda por el dormitorio. No sabe que es muy hermosa. Es inocente. Se demora en la juventud.
- Lo que quieren es mandarnos con los leprosos y los apestados. Preferiría ser prostituta.
- ¡Qué suerte tendrían los hombres!En Cholon, en las callejuelas de Cholon. Entre el olor a sopa, a carne, a jazmín, a polvo En el olor de la ciudad china.
Preferiría que no me quisieras. Haz lo que haces con otras mujeres.
Dice que no, que es demasiado pequeña. Que no puede hacerlo. Así que es ella quien lo hace.
La piel. La piel. La piel es de una suavidad suntuosa. El cuerpo es lampiño sin más virilidad que la del sexo. No le mira la cara. Le toca. Toca la suavidad del sexo, de la piel acariacía el color dorado, la novedad desconocida.
Lo recuerdo bien. La habitación está rodeada por el clamor de la ciudad. Es arrastrada por el fluir de la ciudad. Mi cuerpo yacía en ese ruido, en ese ir y venir del exterior, expuesto. El mar, pensé. La inmensidad.
- ¿Te ha dolido?
- No.
- ¿Estás triste?
- Creo que sí. Un poco. No lo sé.
- Es porque hemos hecho el amor de día. Cuando hace más calor.
- No, soy yo. Siempre estoy algo triste. Como mi madre.- Dije a mi madre que quería escribir. Me dijo que era una idea infantil. Quiere que estudie matemáticas, que gane dinero.
- ¿Qué quieres escribir?
- Libros, novelas. Sobre mi hermano mayor para matarle, para verle sufrir. Sobre el pequeño, para salvarle. Y sobre la tristeza de mi madre. La falta de dinero, la vergüenza.Por los criados se sabe todo.
- ¿Cómo viven?
- Como podemos. No tenemos vergüenza. Hacemos lo que podemos.- ¿Has venido porque tengo dinero?
- No lo sé.
- Vine porque me gustas.
- ¿Te gustaría si fuese pobre?
- Me gustas así, con tu dinero.Le pedí que lo hiciera una y otra vez. Que me lo hiciera. Y él lo hizo. Lo hizo en la untuosidad de la sangre. Pensé; está acostumbrado. Es lo que hace, es amor, nada más.
Tengo mucha suerte. Para él, es como una profesión. Está sobre mí, se sumerge otra vez. Permanecemos así clavados, gimiendo en el calor de la ciudad.
Siempre recordarás esta tarde. Aunque hayas olvidado mi cara, mi nombre.
No sé cómo encontré fuerzas para enfrentarme con esta calma a lo prohibido. Cómo conseguí llegar hasta el fin de la idea. ¿Cómo pude conseguir tanto placer de este desconocido?
- Después de lo que hemos hecho casarnos sería imposible.
- Bueno. Más vale así. No me gustan mucho los chinos.Las dos familias se unen para ocultar su riqueza. Hasta tal punto es lo habitual en China que no imaginamos otra manera.
Es el opio, que quita la fuerza. Es el dinero el que quita la fuerza. No hace nada. Nada. Sólo el amor.
Tiene gracia, porque así es como le deseo.
Cada tarde la pequeña viene a recibir el placer que hace gritar de este hombre oscuro de Cholon de China.
De vez en cuando vuelvo a la casa de Sadec, al horror de la casa de Sadec. Es un lugar insoportable, cercano a la muerte. Un lugar de violencia, de dolor, de deshonor.
Es un amigo. Rico. No todos tienen la suerte de ser pobres.
Es en esta familia, en su increíble aridez, donde me siento más segura de mí en lo más hondo de mis certezas esenciales. Llevo en mi carne nuestra común historia de amor y de odio.
Sigo en esta familia. En ella vivo, aparte de otros lugares.
Toca el piano. Canta. Ríe. Y todos creen que se puede ser feliz en esta casa desfigurada convertida de pronto en un pantano, en un vado, en una playa.
Se da por supuesto que lo tengo a mis pies. Que lo veo por dinero, que no lo amo. Porque es chino, porque no es blanco.
Ante mi familia, deja de ser mi amante. No deja de existir, pero no es nada mío. Se convierte en un escándalo, un motivo de vergüenza que ha de ser ocultado.
No he sabido educarles. Y ahora lo estoy pagando. Yo soy la más perjudicada.
¿Qué vale lo que hemos hecho? En un burdel, ¿cuánto costaría?
Le digo que él, mi padre, debería saber lo que es un amor así, tan fuerte que no vuelve a darse en la vida. Quiere que me case con esa muchacha que no conozco. No tiene piedad de mí. No tiene piedad de nadie.
Antes de conocerte no sabía lo que era sufrir.
Quisiera. Quisiera hacerte mía. Pero no tengo fuerzas. No tengo ninguna fuerza. Estoy muerto.
¿Sabes? Yo no era como tú. No me resultaba fácil estudiar. Y yo era muy seria. Lo fui demasiado tiempo. Así fue como perdí el gusto al placer.
Cuando el barco había dicho su adiós, cuando habían levantado la pasarela y los remolcadores habían empezado a apartarlo de tierra, ella había llorado. Lo había hecho ocultando sus lágrimas. Sin demostrar a su madre o a su hermano que estaba triste. Sin demostrar nada, como era normal entre ellos. El estaba allí. Estaba allá atrás. Esa figura apenas visible, inmóvil, anonadada. Ella estaba apoyada en la barandilla como la primera vez. Sabía que él la miraba. Y ella miraba también. Ya no le veía, pero seguía mirando hacia la forma negra del coche. Al fin dejó de verla. El puerto se borró y también la tierra.
Una noche, durante la travesía del Índico en el salón principal había estallado un vals de Chopin. No corría ni un soplo de viento. La música se había extendido por el barco como un mandato del Cielo, como una orden de Dios de significado inescrutable. Ella había llorado al pensar en el hombre de Cholon, en su amante. De pronto no supo si no le habría querido con un amor que no había visto porque se había perdido como el agua en la arena y lo descubría ahora, con la música arrojada a través del mar.
Años después de la guerra, las bodas, los hijos, los divorcios, los libros, él había venido a París. Había telefoneado. Estaba intimidado. Le temblaba la voz. En ese temblor ella había hallado el acento de China. Él sabía que ella escribía. Había sabido de la muerte del hermano y lo había sentido. Luego no había sabido qué decir. Y al fin lo había dicho. Que todo era como antes. Que aún la amaba. Que nunca dejaría de amarla. Que la amaría hasta su muerte.